Que el agua jabonosa no nos impida ver la luz (click sobre la foto para ampliarla)
El limpiaparabrisas desbordó mis
derechos y arrojó agua jabonosa sobre el vidrio antes de que yo le autorizara o
desautorizara. No le importó que mi vidrio estuviera impecable porque desde
luego su decisión no dependía de ese detalle. Su propósito primordial era y
sigue siendo, recaudar. Si tuviera que desarrollar su actividad en función de
que le permitan o no hacerlo, no funcionaría su cometido.
Los fabricantes del automóvil lo
manufacturaron para que sea capaz de cuidarse sólo. Le pusieron cerrojo a las
puertas y el proveedor de alarmas estableció las pautas para reforzar el
sistema.
El cuidacoches sabe perfectamente
que eso es así pero ofrece sus servicios de un modo cargoso, imperativo e
invasor. Me da pocas opciones a rechazar sus servicios porque si yo abandono mi
auto sin ponerme de acuerdo con él, me expongo a que si bien no me robe el
vehículo o lo que tengo adentro, me estropee la pintura.
El cuidacoches y el
limpiaparabrisas tienen un poder que yo no puedo ignorar. Juegan con mi
miedo y entonces en el fondo de mi ser, si lo analizo estrictamente desde un
punto de vista de mis derechos, me siento
desbordado, humillado y derrotado porque finalmente formo parte de una
sociedad que elaboró sus reglas y esas reglas escritas no me sirven.
La invocación de mis derechos no
funciona como un instrumento de defensa y sucumbo ante una realidad que es
diferente porque una ley no escrita pero vigente, me impone una conducta con la
que no comulgo.
Y hasta podría sentirme infeliz y
unirme a los que gritan su descontento por la vigencia de una dictadura de los
cuidacoches y los limpiaparabrisas que “hacen lo que se les antoja, fuera de la
ley”.
Pero me detengo a reflexionar y
percibo de inmediato que soy un privilegiado frente a los que invaden mis
derechos. En primer lugar estoy de este lado del parabrisas, disfrutando del
aire climatizado de adentro mientras aquel sufre el implacable sol. Me ha
manchado el vidrio pero tengo la opción de apretar inmediatamente una
palanquita que ducha el vidrio y lo limpia con un cepillo de goma.
Disfruto de la bendición de tener
un monedero en el vehículo con monedas que las puedo compartir sin que mi economía
se resienta para que quien ahí afuera se afana reciba lo que espera. No porque le temo sino porque le comprendo.
Podrán decirme que soy un iluso,
un romántico fuera de contexto y un tonto alegre. Ciertamente no estoy
dispuesto a darle monedas a los siguientes 10 limpiaparabrisas que me
aparecerán hasta que llegue a destino pero por lo menos a uno o a dos no les
seré indiferente.
Y al cuidacoches que me pide 10
mil, tengo la oportunidad de negociar un valor inferior y acordar con
satisfacción de partes, una tarifa inferior porque el estacionamiento privado
que está a la vuelta me cobrará mucho más por el tiempo que dejaré el auto ahí.
Sé que mi actitud personal de
rechazo no logrará más que hacer mi voluntad sin siquiera tonificar mi
autoestima. Sé que la economía crece a una velocidad inferior a la que pueda
garantizar el pleno empleo, vale decir aquel ritmo capaz de convertir a todos
los cuidacoches y limpiaparabrisas en
formales obreros de fábricas, beneficiarios de leyes de beneficios sociales.
Podría decir “a mí qué me importa,
no es mi problema” pero experimenté lo suficiente para alejar un enfoque egoísta
porque alguna vez también estuve desempleado y la pasé mal. No es agradable
golpear puertas y que no te reciban. Es feo ver que la gente lo que hace es
oscurecer el filtro polaris del vidrio para no verte.
Yo antes había oscurecido el
polarizado para no tener vergüenza de desviar la mirada de los
niños que me pedían monedas pero, Dios, sabio y justo me ubicó también en
colectivos donde escuché a niños cantar por monedas y fue entonces que entendí
que si tenía monedas sobrantes en el bolsillo, era para compartirlas con ellos.
Y conocí el arte de cantantes
adultos que suben a los micros. Circulando en una 4x4 bien polarizada, ironizaba
sus afanes cuando los veía esperar el siguiente colectivo que abordarían para
arañar unos metales.
Pero cuando tuve que andar en
colectivos, entendí que había verdaderos talentos cantando por un mango porque
en nuestro país, no encontraron la oportunidad de escalar como lo hubieran
hecho en otras sociedades.
Pavarotis frustrados cantando
soles míos apagados, porque oídos desajustados en medio de estrechas oportunidades, no detectaron aquellas promesas de extraordinarios cantadores. Y a pesar de mis
necesidades en esos momentos, entendía que ningún sello discográfico vendría ya
a rescatar a esos artistas que si o si, dependían de las monedas de los
pasajeros.
Y pensándolo mejor, no somos más
que pasajeros de esta vida que a veces con monedas sobrantes, las extraemos
para compartirlas con quienes no han tenido el privilegio y vuelvo a hablar de
privilegio de estar mejor y recibir ingresos que nos permiten conllevar la
existencia de excluidos, nada menos para que tengan qué comer y compartir con
sus seres queridos.
Lo que nos falta a veces es
levantar la mirada en esa actitud que nos pone en el camino de la perfecta
fidelidad de Dios quien invariablemente cumple con su parte cuando con amor ejercemos
lo que está en Proverbios 19:17: “Al Señor presta el que da al
pobre, y Él le recompensará por su buena obra.”
¿Y saben como recompensa? Yo
tengo la cabal comprobación de que Dios es un gran pagador. Ten en cuenta su
promesa de: “Dad,
y os será dado; medida buena, apretada, remecida y rebosante, vaciarán en
vuestro regazo. Porque con la medida con que midáis, se os volverá a medir” (Lucas 6:38)
Según como margines o
discrimines, serás discriminado porque así está escrito: Cosecharás tu siembra (Gálatas 6:7).
Pensemos.
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