la sevilla delguiri
Prohibido paraguayos
Historias urbanas. El parque se quedó vacío y el barrio satisfecho, como un niño malcriado que consiga que le devuelvan su juguete para poder él destrozarlo, en atención al vencido.
EL hermanastro, recién llegado al barrio de su flamante novia, se sintió afortunado al contemplar el parque frente a su bloque. Aunque le parecía más un descampado, un gran cartel anunciando que estaba en obras le dio esperanzas. Cinco años después, con el hermanastro ya casado y con prole, el parque seguía en ruinas, pero sin el cartel. Nunca iban niños a jugar, o novios a pasear, o familias con sus cestas a merendar, sólo perros y sus dueños para ensuciar. Durante la noche, un detrito de gente joven y no tan joven, quizás eternamente inmadura, lamía el borde del parque, disfrutando no del parque, sino de lo que llevaba al parque, alcohol y estupefacientes. Sólo entraban para romper cosas ya rotas, o para hacer lo mismo que hacían los perros durante el día. Porque la desgracia había perseguido al parque durante tantos años, sin algún intento de remediarla, el hermanastro se preguntaba si el barrio y la ciudad preferían un parque abandonado y mugriento, para poder seguir maltratándolo, mientras se culpaban el uno al otro de su estado.
Pero el barrio estaba cambiando. Se había instalado gentes de fuera, de tierras lejanas, que echaban de menos el campo abierto de sus países. No tenían casas de campo o de pueblo a las que poder ir en coche. En su gran mayoría ni siquiera tenían coches. Ganaban poco. Vivían muchos de ellos en un mismo piso, para poder llegar a fin de mes, y para poder enviar a sus tierras lejanas, y a los seres queridos a los que han dejado, el poco dinero que les sobraba. Los pisos cuchitriles, con poca luz y techos bajos. Ventanas con rejas daban a otras ventanas con rejas, a placitas manchadas y malolientes, donde árboles enanos y enfermizos se utilizaban para encadenar chatarra de motos. Esas gentes no pedían mucho para poder evadirse. Pedían poquísimo. Se conformaban incluso con un parque abandonado y defecado.
Un día una familia paraguaya, vecina del hermanastro, aún más nueva en el bloque que él, se instaló, con neveras llenas de comida, alrededor de un árbol del parque. Los árboles en su gran mayoría se habían caído por sequía, o por podredumbre. Sólo el árbol elegido daba confianza y sombra suficiente para acoger tal clan familiar, tíos, tías, amigos, amigas, y todos sus críos, con sillas de playa y mesas desplegables. Pusieron la plancha de la barbacoa en un rincón hecho por dos muros desmoronados, donde, durante el invierno, algunos incorregibles del barrio prendían hogueras para no sufrir frío mientras nutrían su desidia y disipación. La familia pasó toda la tarde allí, hasta entrada la noche, montando su romería. Se marcharon llevando consigo su basura. Al hermanastro, volviendo de sus recados aquella tarde, le había animado el ambiente, y, de repente, empezó a molestarle menos su hipoteca.
Al fin de semana siguiente se presentaron más gente, y al siguiente aún más. Pronto estas gentes de tierras lejanas se apoderaron de casi todo el parque. Encontraron, de una forma u otra, sombra y sitio para sus sillas y mesas, y para asar sus manjares. Llevaban instrumentos y los tocaban. Cantaban. Celebraban cumpleaños, con globos, tartas, regalos y el jaleo jubiloso de la chiquillería. Como el parque no tenía instalaciones ni aparatos, estas gentes los llevaban, los montaban, y después de jugar sus juegos, los desmontaban, y los llevaron consigo con su basura. Siempre dejaban el parque en el mal estado en el que lo encontraban.
En varias ocasiones, la familia paraguaya, al ver al hermanastro volver de sus recados con aquella mirada de aprobación, le invitó a sentarse con ellos y tomar algo. El hermanastro también venía de tierras lejanas, y pensaba aceptar la invitación un buen día, con mucho gusto. Quería participar, brindar por una revolución que ha convertido el gran adefesio de su barrio en un festejo.
Pero la revolución tropezó, como todas, con la ranciedad. Entre el vecindario de siempre, el estado de gracia de su parque, en vez de dar alegría, dio la alarma. El olor a barbacoa, decían, se pegaba a la ropa que tendían por la tarde. Preferían, al parecer, el olor a alcantarillado y a orina. Esta gente que pasaba toda la tarde en casa, chupando la teta televisiva, que gastaba sus ingresos, ganados con mucho esfuerzo, o poco, o ninguno, en baratijas y chucherías, denigraba públicamente este tipo de ocio al aire libre como "una horterada que acabaría provocando altercados". De repente, esta gente que nunca utilizaba el parque, salvo para pasear y vaciar a sus mascotas, se fijaba en las esquirlas de vidrio, en los litros de cerveza tirados, en las cenizas de las hogueras del invierno pasado, y culpaba a los recién llegados de maltratarlo.
Un fin de semana por la tarde, con el parque hasta los topes de animación, alguien llamó la Policía, y la Policía llegó (en absoluto una garantía en aquel barrio marginado, sobre todo cuando el problema trataba de alterar el orden público) y aguó la fiesta de una vez por todas. La gente recogió sus cosas y se marchó para siempre, en busca de paz, no líos, prueba definitiva que sólo quería diversión sana. El parque se quedó vacío, y el barrio satisfecho, como un niño malcriado que consigue que devuelvan su juguete, para poder él destrozarlo adrede, en atención al vencido. Fue la única vez que el hermanastro había visto el barrio y la ciudad trabajar juntos con eficacia: para dar la patada a gente que sabía aprovechar lo que ellos, ya desde hace mucho tiempo, habían dejado de ser capaces de valorar.
-¿Qué podemos hacer? -dijo el padre paraguayo-, si antes perros que nosotros.
http://www.blogger.com/blogger.g?blogID=19662867#editor/target=post;postID=6521078769386198400
Pero el barrio estaba cambiando. Se había instalado gentes de fuera, de tierras lejanas, que echaban de menos el campo abierto de sus países. No tenían casas de campo o de pueblo a las que poder ir en coche. En su gran mayoría ni siquiera tenían coches. Ganaban poco. Vivían muchos de ellos en un mismo piso, para poder llegar a fin de mes, y para poder enviar a sus tierras lejanas, y a los seres queridos a los que han dejado, el poco dinero que les sobraba. Los pisos cuchitriles, con poca luz y techos bajos. Ventanas con rejas daban a otras ventanas con rejas, a placitas manchadas y malolientes, donde árboles enanos y enfermizos se utilizaban para encadenar chatarra de motos. Esas gentes no pedían mucho para poder evadirse. Pedían poquísimo. Se conformaban incluso con un parque abandonado y defecado.
Un día una familia paraguaya, vecina del hermanastro, aún más nueva en el bloque que él, se instaló, con neveras llenas de comida, alrededor de un árbol del parque. Los árboles en su gran mayoría se habían caído por sequía, o por podredumbre. Sólo el árbol elegido daba confianza y sombra suficiente para acoger tal clan familiar, tíos, tías, amigos, amigas, y todos sus críos, con sillas de playa y mesas desplegables. Pusieron la plancha de la barbacoa en un rincón hecho por dos muros desmoronados, donde, durante el invierno, algunos incorregibles del barrio prendían hogueras para no sufrir frío mientras nutrían su desidia y disipación. La familia pasó toda la tarde allí, hasta entrada la noche, montando su romería. Se marcharon llevando consigo su basura. Al hermanastro, volviendo de sus recados aquella tarde, le había animado el ambiente, y, de repente, empezó a molestarle menos su hipoteca.
Al fin de semana siguiente se presentaron más gente, y al siguiente aún más. Pronto estas gentes de tierras lejanas se apoderaron de casi todo el parque. Encontraron, de una forma u otra, sombra y sitio para sus sillas y mesas, y para asar sus manjares. Llevaban instrumentos y los tocaban. Cantaban. Celebraban cumpleaños, con globos, tartas, regalos y el jaleo jubiloso de la chiquillería. Como el parque no tenía instalaciones ni aparatos, estas gentes los llevaban, los montaban, y después de jugar sus juegos, los desmontaban, y los llevaron consigo con su basura. Siempre dejaban el parque en el mal estado en el que lo encontraban.
En varias ocasiones, la familia paraguaya, al ver al hermanastro volver de sus recados con aquella mirada de aprobación, le invitó a sentarse con ellos y tomar algo. El hermanastro también venía de tierras lejanas, y pensaba aceptar la invitación un buen día, con mucho gusto. Quería participar, brindar por una revolución que ha convertido el gran adefesio de su barrio en un festejo.
Pero la revolución tropezó, como todas, con la ranciedad. Entre el vecindario de siempre, el estado de gracia de su parque, en vez de dar alegría, dio la alarma. El olor a barbacoa, decían, se pegaba a la ropa que tendían por la tarde. Preferían, al parecer, el olor a alcantarillado y a orina. Esta gente que pasaba toda la tarde en casa, chupando la teta televisiva, que gastaba sus ingresos, ganados con mucho esfuerzo, o poco, o ninguno, en baratijas y chucherías, denigraba públicamente este tipo de ocio al aire libre como "una horterada que acabaría provocando altercados". De repente, esta gente que nunca utilizaba el parque, salvo para pasear y vaciar a sus mascotas, se fijaba en las esquirlas de vidrio, en los litros de cerveza tirados, en las cenizas de las hogueras del invierno pasado, y culpaba a los recién llegados de maltratarlo.
Un fin de semana por la tarde, con el parque hasta los topes de animación, alguien llamó la Policía, y la Policía llegó (en absoluto una garantía en aquel barrio marginado, sobre todo cuando el problema trataba de alterar el orden público) y aguó la fiesta de una vez por todas. La gente recogió sus cosas y se marchó para siempre, en busca de paz, no líos, prueba definitiva que sólo quería diversión sana. El parque se quedó vacío, y el barrio satisfecho, como un niño malcriado que consigue que devuelvan su juguete, para poder él destrozarlo adrede, en atención al vencido. Fue la única vez que el hermanastro había visto el barrio y la ciudad trabajar juntos con eficacia: para dar la patada a gente que sabía aprovechar lo que ellos, ya desde hace mucho tiempo, habían dejado de ser capaces de valorar.
-¿Qué podemos hacer? -dijo el padre paraguayo-, si antes perros que nosotros.
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Ojalá puedan volver a casa, donde sí se permite hacer asado y reuniones en los parques... Ojalá nos pongamos los pantalones, nos hagamos respetar, y disfrutemos finalmente en nuestro país tan rico, hoy lleno de gente pobre, sin más explicación que la angurria de unos cuantos que venden su patria por 30 monedas.
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